De Riaza a Riofrío… y paella de premio

10 octubre, 2009

riaza

Riaza, Segovia. 11:00 am. No es necesario desplazarse cientos de kilómetros para descubrir lugares interesantes. La semana pasada me desplacé hasta la provincia de Segovia para conocer un pequeño pueblo llamado Riaza. Conocía de esta villa que sus restaurantes sabían cómo deleitar los paladares más exigentes a base de corderos y cochinillos asados, pero desconocía el impresionante entorno natural en el que se ubicaba: rapaces, corzos, roedores, y pequeños reptiles sobreviven en un ecosistema dominado por hayas menudas que por estas fechas comienzan a desprenderse de follaje que han vestido desde la primavera.

Riaza es el típico pueblo segoviano de calles estrechas, casas bajas con tejados a dos aguas y balcones engalanados con coloridos geranios. Destaca la belleza monumental de la plaza porticada del ayuntamiento, un conjunto arquitectónico que mantiene el mismo aspecto desde el último tercio del siglo XIX.

Llegamos a Riaza sin haber hecho los deberes y tuvimos que preguntar por las rutas que atraviesan el entorno natural de la villa. Nos aconsejaron dos senderos, el que une Riaza con Riofrío y el que lleva hasta la ermita de Hontanares. Como teníamos tiempo, decidimos recorrer los dos caminos.

caseta

El primero de ellos es muy difuso, al menos para los visitantes que no conocen la zona. A la salida del pueblo había un solitario cartel que indicaba el inicio de la ruta señalando un camino cerrado por una oxidada puerta metálica junto a un cartel que reza “coto privado de caza”. No me seducía la idea de ser confundido con un gazapo, así que busqué un camino alternativo paralelo al oficial.

Lo malo de esta clase de caminos son las zarzas que acechan a los senderistas con sus espinosos brazos. Por culpa de estos pesados acompañantes toda mi ropa de excursionista dominguero está llena de diminutos enganchones. ¡Cómo las odio!. El nuevo camino tenía forma de embudo y llegó un momento en el que era imposible seguir avanzando porque a las zarzas se le habían unido un poblado grupo de hayas desnutridas que formaban infranqueables ovillos con sus delgadas ramas.

Encontramos un agujero, entre el tapiz de ramitas y espinas y nos escapamos por él hasta un fino sendero que seguía el curso del río Riaza. De repente nos encontrábamos en un lugar encantador donde el silencio sólo era interrumpido por el sonido del agua fluyendo y los intermitentes cantos de los pájaros; por eso, y por la huída nerviosa de un corzo que se asustó al vernos, llevándose por delante matorrales y arbustos.

parque1

Aquel trayecto onírico se terminó con una valla de alambre de espino que atravesaba el río. Tras ella un grupo de vacas pastaba plácidamente. Seguimos un camino hecho por el tránsito del ganado que nos llevó hasta un sendero más amplio que se alejaba del río. Además, nos convertimos en el pasatiempo de un enjambre de diminutas moscas que  trataba de colarse en los ojos, la nariz y la boca. A lo largo de ese trayecto eché de menos un bote de insecticida.

El sendero continuaba ascendiendo por una colina desde la que se veía el pueblo de Riaza como una diminuta maqueta. Las vistas mejoraron con la altura pero la banda sonora natural comenzó a contaminarse con el ruido cercano de los coches. Eso quería decir que nos estábamos aproximando a Riofrío.

Media hora después vimos las primeras casas del pueblo, nos despedimos del enjambre de moscas que nos había acompañado y empezamos a callejear por Riofrío. Escuchamos voces y trompetas, como si  hubiese fiestas y, efectivamente, al llegar a la plaza del ayuntamiento descubrimos que Riofrío estaba de celebración: Música de charanga aderezada con paella y sangría gratis.

fiestas

Después de tres horas de caminata estábamos cansados y nos senamos en un banco para descansar. Lógicamente no pasamos desapercibidos. Riofrío es una población muy pequeña,  todos los vecinos se conocen y reconocen a un forastero desde la letanía. Nada más sentarnos, se acercó un anciano y nos dijo que pidiésemos un plato y un cubierto en el bar de la plaza y nos pusiéramos en la cola para comer paella. Era el final perfecto para la ruta.

De paso, nos hicimos con un par de cervezas frescas que ayudaran a pasar los granos de arroz de la paella. No sé qué tienen las celebraciones de los pueblos pero es imposible no dejarse empapar por el ambiente festivo, y aunque teníamos que regresar, nos quedamos allí un par de horas  lubricándonos con zumo de cebada y moviendo las caderas a ritmo de trompeta. Me lo pasé muy bien, pero debo reconocer que me arrepentí de haber bebido cerveza y sangría cuando iniciamos el camino de vuelta.

David Nogales

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