Los viajes me han curado

11 noviembre, 2009

atardecer

La agorafobia pertenece a ese club selecto de trastornos que sólo se comprenden cuando se padecen. Sencillamente es miedo a los espacios abiertos, concretamente miedo a determinadas situaciones que suelen darse al aire libre. Se manifiesta como una persistente sensación de inseguridad que suele derivar en ansiedad y desembocar en pánico. Durante diez largos años de mi vida he tenido que soportar ese trastorno.

En mi caso, apareció tras un encuentro desafortunado con un grupo de cabezas rapadas. Corrían las navidades de 1995, unas horas antes de que el Madrid barriera al Barcelona por cinco goles a cero en el Bernabeu. Ese mismo día estrené una cazadora que los Reyes Magos habían dejado bajo el árbol a cambio de mi buena conducta, un vaso de leche y unas galletas rancias. Serán magos pero no saben negociar.

Saliendo del metro de Nuevos Ministerios en compañía de un amigo, escuché el trote siniestro de una manada de depredadores dispuesta a amargarme la jornada. Mi apacible tarde de bolos se convirtió en el punto de partida de mi agorafobia cuando me vi rodeado por un grupo de skin heads con cara de haber sorbido limones.

Al más grande y feo de la manada le pareció bonita mi flamante cazadora y me hizo un trato: si me das la cazadora no te rompo la cabeza. Eso es negociar y no lo que hacen los monarcas de oriente. Sentí un escalofrío que me recorrió el cuerpo desde el dedo gordo del pie hasta la frente. Comencé a temblar de miedo y experimenté esa sensación previa que da paso al llanto. Se me encharcaron los ojos de puro pánico. Estaba paralizado.

cabezasrapadas copia

Pero la capacidad de reacción del ser humano nunca debe ser menospreciada. Con la tiritona se me cayeron al suelo unas monedas y la manada se tiró a por ellas como los niños a por los caramelos de una piñata. Era el momento. Eché a correr más rápido que Usain Bolt en los Juegos de Beijing y conseguí dejar atrás a los depredadores. Sin embargo, me llevé puesta la agorafobia.

Aquella experiencia violenta rompió mi último lazo de inocencia. Comencé a ver el mundo como un lugar hostil donde la gente se hacía daño sin ningún argumento de peso. Cada vez que me cruzaba con un hombre con la cabeza rapada me echaba a temblar. Comencé a sentirme inseguro en la calle y cada vez que salía de mi casa los hacía con un brote de ansiedad en mi estómago. Luego vinieron las taquicardias y las crisis de pánico, una mezcla de ansiedad y terror que aparece sin que exista una causa justificada. La agorafobia es esto.

Como adolescente, no podía quedarme en casa y me obligaba a salir a la calle pero no conseguía disfrutar como lo hacían el resto de chavales. Siempre estaba atento, alerta por si pasaba algo, siempre tenía ansiedad. Por supuesto evité contar a nadie lo que me pasaba y mucho menos acudir a un psicólogo; eso sólo lo hacen los adultos, en la adolescencia se ocultan los defectos.

praga

El punto de inflexión vino en mi primer viaje. Después de haber sido razonablemente persuadido por mi pareja, decidí tirarme a la piscina y emprender un viaje por Europa. Sólo dos personas, mi chica y yo. Lo que aquí aparece resumido en una frase le costó a mi cerebro más de un mes de preparación diaria, con sus correspondientes noches en blanco. Me aterraba la idea de marcharme lejos del único sitio en el que me sentía a salvo: mi casa.

La noche anterior al viaje no pude dormir. Poco a poco, comencé a acumular ansiedad con cada paso que me alejaba de mi hogar. Tras un horrible viaje de avión, aterrizamos en Milán. Me daba miedo salir del aeropuerto pero no me quedaba más remedio. Además, sólo yo sabía inglés y el éxito del viaje dependía únicamente de mí. Me sentía al borde de un precipicio, no tenía más remedio que olvidarme del miedo aunque lo sintiera constantemente.

Ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida, al viajar me puse al límite y no me quedó más remedio que levantar la cabeza y seguir de frente. Aquel miedo que me había acompañado durante dos lustros estaba desapareciendo paulatinamente. Después de Milán vinieron Grecia, Turquía, Polonia, Francia, Gran Bretaña, Croacia, Bosnia, Hungría…viajar me curó el miedo y las crisis de pánico pero me dejó una enfermedad peor, la necesidad de continuar viajando.

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