El asedio de los pequeños gitanos bosnios

9 diciembre, 2009

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Sarajevo, Bosnia y Herzegovina. 12:00 horas. Después de recorrer las calles de la capital, nuestro siguiente destino era Mostar, una importante ciudad de Bosnia. Caminamos en silencio hasta la estación de tren. Las cicatrices de la guerra aun podían observarse en las fachadas de los edificios. Después de una década desde el fin de la guerra, la vida se había abierto paso y las sonrisas volvían a ocupar su lugar en los labios de una sociedad que había sufrido las consecuencias de la devastación de una guerra irracional. Nos sentamos en unas escaleras frente a la entrada de la estación de tren para descansar. Nos quedaban cuarenta minutos hasta la llegada del convoy.

No puedo evitar ponerme nervioso durante las esperas. La inactividad es una mala compañera para un niño adulto con hiperactividad.  Primero traté de matar el tiempo contemplando a la gente que entraba y salía de la estación, después me fijé en un grupo de niños gitanos que revoloteaban con la mano extendida  alrededor de los viajeros tratando de conseguir una moneda. Los pequeños se afanaban en retener a los transeúntes tirándoles de las mangas y de los picos de su ropa. Cuando el viandante conseguía zafarse de los mendicantes, éstos le perseguían dibujando una estela de pequeños cuerpecitos tras sus pasos.

Estaba tan absorto en este juego que no me di cuenta de la presencia de uno de estos menores. Era una niña con unos enormes ojos claros con el pelo corto y despeinado. Estaba tirando de mi camiseta con su manita extendida mientras repetía incesantemente mangiare, mangiare. Me incorporé para buscar una moneda, y de pronto, sentí otra pequeña mano tirando de mi pantalón, era un niño. Había atraído al grupo de pequeños gitanos bosnios que se aproximaban a mí a la carrera. Estaba rodeado por un nutrido grupo de niños que formaban una coral incomprensible de suplicas y peticiones.

En unos segundos todo el grupo estaba rodeado por este enjambre infantil. Los niños debieron pensar que habían encontrado la gallina de los huevos de oro porque no mostraban ninguna intención de alejarse de nosotros. Nos tiraban de la ropa, de las manos, agarraban nuestras mochilas, mientras vociferaban en un tono lastimero mangiare, mangiare. Nos sentimos incómodos.

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Decidimos meternos en la estación para esperar la llegada del tren y dar esquinazo a los pertinaces chiquillos. Nos despedimos de la muchachada y nos dirigimos al andén. Sentados en un banco aguardaban la llegada del tren una pareja de suecos mochileros que estaban viajando con su hijo de un año que descansaba plácidamente en su carricoche.

Estábamos conversando con la pareja cuando noté de nuevo que alguien estaba tirando de mi ropa. Era la niña de ojos claros que no se sentía satisfecha con la moneda que le dí. Dos segundos más tarde apareció el resto de la comitiva de pequeños mendicantes que no tardó en rodearnos. Esta vez habían pedido refuerzos y se habían unido al grupo rodeados la madre, el padre y los abuelos de los pequeños.  El abuelo, invidente, gritaba sin cesar ¡Mostar. Mostar!, mientras se abría paso con un tosco bastón de madera golpeando todo y a todos los que se encontraran a su alcance.

Como no podíamos ofrecer nada a la numerosa familia, nos entretuvimos jugando con los niños. Uno de los pequeños cogió mi mochila y se la colgó fingiendo un robo pero el peso del macuto lo tiró de espaldas contra el suelo. A partir de ese momento todo fueron sonrisas. La familia se sentó en nuestro banco y tratamos de intercambiar palabras con ellos, una misión imposible teniendo en cuenta que ellos no hablaban castellano ni inglés y nosotros no sabíamos en qué idioma hablaban. De vez en cuando el abuelo gritaba Mostar, Mostar, golpeando secamente el suelo con el bastón.

Generalmente los viajeros huyen de la miseria que ofrecen estos grupos, su aspecto sucio y desaliñado genera desconfianza. Pero tras ese opaco muro de desdicha late un corazón tan humano como el de cualquier otra persona. Observé a los pequeños, todos ellos tenían el pelo cortado al ras, su cuero cabelludo estaba escamado, huella del trabajo de los parásitos. Sus manos sucias presentaban verrugas que brotan por la falta de higiene. Vestidos con harapos rotos representaban la lesa miseria de la humanidad.

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En un momento dado, Henar, una de mis compañeras de viaje sufrió un mareo por el agotamiento. El grupo de pequeños se levantó y salió corriendo hacia la salida de la estación. A los tres minutos, la niña de ojos claros se presentó frente a Henar con una botella de refresco que abrió delante de nosotros para dejarnos claro que la habían comprado sólo para la desmayada. Los pequeños observaron en silencio como Henar bebía de la botella mientras acariciaban con ternura sus brazos.

Aquellos niños que apenas reunían lo suficiente para poder comer habían gastado su dinero en un refrigerio que reanimase a la agotada Henar. Un gesto que viene a decirnos  que las apariencias no cuentan la verdad de las personas.

La nota de humor la protagonizó el abuelo de aquellos muchachos cuando llegó el tren. Al grito de Mostar, Mostar corrió a la puerta del convoy repartiendo garrotazos a diestro y siniestro. Compartimos viaje con el anciano pero no conseguimos sacarle más palabras que las que ya había pronunciado: Mostar, Mostar.

David Nogales

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