¡Qué cara tienen los madrileños!

28 febrero, 2010

sansebastian

Me desperté cansado. Seguramente no me había recuperado completamente del madrugón y de la forzosa gincana por la ciudad de Donostia. En un momento dado, mi estómago lanzó un aullido desesperado: con el ajetreo del viaje no había comido nada desde la mañana. El gran problema es que mi economía estaba algo resentida y debía elegir entre unas saludables cañas en algún bar o una nutritiva merienda-cena en algún restaurante barato. No lo pensé demasiado. Alguien me había comentado que San Sebastián era la capital de las tapas. Elegí caña y pincho.

Nos metimos en un bar que tenía muy buena pinta. Lo primero que vi al entrar es que los camareros servían a discreción vasos de caña acompañados por generosas fuentes de calamares, mejillones y croquetas. Definitivamente era el lugar idóneo para achicar el hambre. Nos abrimos paso hasta la barra y pedimos una primera ronda de cañitas. Cuando el camarero regresó con el pedido dejó delante de nosotros dos vasos de cerveza y un gigantesco plato de rabas.

Llegados a este punto es necesaria una pequeña nota al margen: todas las ciudades de nuestro pequeño país presentan sus particularidades en cuanto a tapas se refiere. En Madrid, la ciudad en la que hago y deshago mi vida, las tapas que acompañan a las cañas son completamente gratuitas y los clientes sólo pagan por las raciones, que son más grandes que las tapas.

costa

Dicho esto, cuando el mesero depositó frente a mis ojos aquel suculento plato de calamares a la romana, experimenté una sensación próxima a la locura. Busqué con rapidez un tenedor y comencé a comer rabas como si me fuera la vida en ello. Mi voracidad no conocía límites y en pocos segundos dibujé en el plato un calvero libre de calamares. Desde fuera debía parecer un niño de la posguerra.

De pronto, detrás de mí alguien soltó una carcajada a la que siguieron una ristra de sonrisas pícaras. Me di la vuelta y vi a un tipo bajito y rechoncho con chapetas sonrosadas cercando un bigote similar al que lucía Benito Pérez Galdós. Estaba acompañado por tres hombres con aspecto de marinero que estaban sonriendo.

En cuanto hubo contacto visual, el tipo me preguntó con un marcado acento gallego de dónde venía. Dio por supuesto que era turista y eso me hizo pensar. –Soy de Madrid- le dije, a lo que respondió en voz alta – Qué cara tienen estos madrileños-, riéndose como si le hubiesen contado el mejor chiste de la historia.

mar

No sabía muy bien cómo encajar la situación. Se estaban riendo y eso quería decir que no había hostilidad en sus palabras. Por otra parte se estaban riendo de algo que había hecho yo y que les parecía una muestra de agudo descaro. Yo estaba comiendo rabas. Despejé las incógnitas de la ecuación y ¡Eureka!, caí en la cuenta de que aquel generoso plato de calamares no era mío.

Con educación y tiento, pregunté al gallego si aquella ración era suya pero respondió negativamente. Aun estaba a tiempo de enmendar el error. Como he dicho anteriormente mi economía estaba experimentando un crecimiento negativo y no podía permitirme pagar una ración y una ronda de cañas al mismo tiempo. Así que ayudándome del tenedor, revolví el plato de calamares, disimulando el hueco que había generado mi voracidad. ¡Perfecto! Nadie sospecharía.

Nada más terminar con mi operación, un camarero cogió el plato de rabas y lo llevó al final de la barra. Era para un grupo de personas que parecían estar celebrando algo. Disimulé como pude pero mi gesto pareció enloquecer al grupo capitaneado por el pequeño gallego. Estallaron en una escandalosa carcajada, mientras vociferaban “qué cara tiene el madrileño”. Estaba realmente avergonzado pero me dejé embaucar por la algarabía risueña del grupo de marineros y me uní a las risas.

bares

En mitad de este ambiente de júbilo,  el gallego se acercó al camarero y le pidió un par de cañas “para los chavales”, después se acercó a mí y me preguntó qué quería comer. Estaba francamente frustrado: ¿aquel tipo iba a premiar mi descaro con una ronda y una tapa? Efectivamente, debió pensar que el espectáculo que había presenciado debía ser recompensado, y aunque me daba una vergüenza terrible acepté la situación y pedí una ración de mejillones.

Traté de explicar al gallego que todo se había debido a una equivocación. Le conté que en Madrid las tapas son gratis pero no le convencí. Cada palabra que pronunciaba arrancaba una carcajada a mí nuevo amigo. Cuando la situación se tranquilizó, el gallego me explicó que era el capitán de una embarcación pesquera con sede en Galicia, y se explayó narrándome algunas experiencias vividas en sus viajes. Ciertamente sus ojos dejaban entrever una vida curtida llena de historias apasionantes.

Los marineros terminaron sus bebidas, pagaron y se marcharon. Allí me quedé con una caña sin empezar y una deliciosa ración de mejillones a cuenta del simpático capitán gallego. Supongo que aquello fue la recompensa después del día que había tenido, una recompensa que premiaba el buen rato que hice pasar al capitán gallego a costa de mi desvergüenza.

David Nogales

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