Locuras al calor de Guadalcanal

23 mayo, 2011

Foto: Ayto. de Guadalcanal

Me encontraba en Guadalcanal, un pequeño pueblo sevillano, que como los irreductibles galos, se opone al paso del tiempo. Hacía un calor tan intenso que mis ideas se derretían formando un charco de creatividad en el suelo. El verano es en los pueblos del sur un enemigo imbatible. Irrumpe en el cuerpo como un ejército de sofoco, pereza y abate al más aguerrido de los hombres. Es implacable.

La sobremesa es el peor de los momentos, cuando la digestión adormece los sentidos y el calor se encarga de convertir toda realidad en un sueño pasajero. Me resistía a la idea de vegetar adherido a un sillón de cuero de los años 70, dejando que mis vacaciones escapasen a causa de la galbana. Pero como he dicho mis ideas duraban poco en mi cabeza porque enseguida se derretían.

Aun así, me lié la manta a la cabeza y tras forcejear con el sillón al que me encontraba pegado conseguí desasirme. Me levanté como un templario dispuesto a encontrar el cáliz sagrado. Cogí el teléfono y llamé a un amigo para proponerle una calurosa excursión a unas minas de hierro abandonadas. Contra todo pronóstico aceptó el reto.

A las cuatro de la tarde, con un sol castigador que aletargaba cada paso, nos encontrábamos ya a las afueras del pueblo sevillano recorriendo un sendero seco con unos cuantos hatajos de hierba verde que se resistían a la sequía. Dejamos atrás la conocida piedra de Santiago donde se supone que paró el apóstol montado a caballo dejando su huella en la roca.

  Foto: DavidBowie86

Las minas no se encontraban muy lejos pero la caminata se hizo demasiado dura. Al fin llegamos. La imagen que ofrecía aquel paraje hizo que la lucha encarnizada contra el ejército formado por el sillón, la pereza y el bochorno hubiera merecido la pena. En mitad de la nada emergía un vergel atravesado con un cañón de piedra rojiza que se elevaba a varios metros por encima de nuestras cabezas.

Mire una de las paredes del cañón y comprobé que era rugosa. Por aquel entonces había comenzado a escalar en rocódromos y se me ocurrió que viendo la aspereza de la roca y la suave pendiente sería muy sencillo escalar aquella pared natural. Sin valorar pros ni contras me agarré a la piedra y comencé a escalar. Era muy sencillo porque mi calzado se adhería perfectamente a la piedra.

Me sentía un aventurero sin límites ejerciendo su derecho a ser libre. Continúe ascendiendo sin resistencia y llegué a una repisa en la que un búho había hecho un nido para criar a sus polluelos. Más emoción aun. El problema de mi temeraria acción fue no comprobar si toda la vía era igual de fácil. Dejé atrás el nido y traté de seguir subiendo hasta la cima pero no pude continuar.

La pendiente cambiaba y el muro se volvía completamente recto para acabar con una inclinación inversa. Dicho de otro modo, la pared del cañón tenía forma de diábolo una pendiente ascendente, un tramo recto y otra pendiente en ángulo opuesto a la primera. Mire hacia abajo y me planteé la opción de desescalar lo escalado pero estaba a unos siete metros del suelo y esa opción no era muy viable. No veía los huecos para poner los pies. Me entró un poco de pánico y mis piernas reaccionaron a esa sensación temblando como una goma tensada. Sentí como un chorro de adrenalina fluía por mi sangre impulsada por el bombeo de mi corazón. Se hizo el silencio.

 

Solo me quedaba seguir subiendo y rezar para no caerme. Con mucho miedo comencé a trepar por la pared recta. Cuando el muro cambiose inclinación noté como el peso de mi cuerpo tirabade mí en dirección al suelo. Pero es en estos momentos cuando el miedo puede convertirse en aliado. Me agarré a la piedra como un koala y gracias al chute de adrenalina que me  había regalado mi organismo seguí trepando hasta alcanzar la cima. Y ahí me entró la flojera típica del sobresfuerzo.

Ya seguro sentado en la cima del cañón,  me prometí a mí mismo que jamás volvería a hacer una locura semejante, nunca más volvería a ponerme en peligro una forma tan gratuita. Aprendí la lección y aunque esa vez me salió bien, todo pudo haber terminado en desastre. Desde entonces sólo escalo con arnés, cuerda y grillo, y recomiendo lo mismo a todos porque a veces las locuras se pagan muy caro.  

David Nogales

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