El pterodáctilo de hierro es mi amigo

14 junio, 2011

Ayer estaba preparando un romántico viaja a la Toscana italiana cuando pensé que nunca os he hablado de algo tan necesario para los viajeros como es el avión. Ese pterodáctilo de hierro que alegremente nos transporta a nuestro destino dorado a cambio de una generosa cucharada a nuestro cada vez más modesto poder adquisitivo. Desde hace unos meses ahorro para alcanzar el status de pobre.  Después de rastrear la web en busca de gangas, al fin había encontrado con una de esas operadoras de low cost que me había prometido un viaje de cuento de hadas a Venecia por tan sólo 14 eurillos. ¡Estafa! A medida que iba haciendo clicks el coste del viaje se iba duplicando hasta concluir la operación con un incremento un 450%. En ese proceso de frustración inherente a esta suerte de asaltos a mano armada recapacité sobre mi primer viaje de avión.

Lo más cerca que había estado de una avión fue cuando paseé una tarde con mis tíos por Torrejón de Ardoz y vi cómo un avión militar cruzaba el firmamento.  Una fantástica experiencia para un chavalín de apenas nueve años. El caso es que cuando unos lustros más tarde me subí por primera vez a un avión experimenté un miedo atroz que nunca jamás hubiera podido predecir.

Yo, el aventurero, el que se jacta de haber vivido mil y una aventuras, el viajero incondicional que recorre a pie los parajes más sórdidos, el mochilista temerario que desafía al mismísimo diablo en la cima más afilada del sistema montañoso más escarpado…bueno, ahí he patinado; ajustémonos a la realidad, y la realidad es que cuando aquel bicharraco alado aceleró, mi cara sonrosada de lechón sen tornó blanca como la leche que había desayunado y que estaba  haciendo oposición para volver a salir de mi sitema digestivo.

Cuando al fin el avión se elevó a las alturas sentí un impulso de gritar a las azafatas que abriesen la puerta para bajar. Cuando el avión alcanzó la altura y velocidad adecuadas, la situación se normalizó, al menos hasta que una serie de turbulencias agitaron la aeronave volviendo a cambiar el color de mi rostro, esta vez a un amarillo limón similar a la tez de Blas, el simpático vecino de Barrio Sésamo; y yo que me reía del morenazo del equipo A porque temía volar en avión.

Lo bueno es que sólo me ocurrió aquella vez porque en mis siguientes vuelos no experimenté ninguna anormalidad, sencillamente ya sabía cómo iba a ser. El pterodáctilo de hierro es mi amigo. Sobre todo me alegro enormemente de no haber montado un numerito como el que me contó Albert mi compañero de viajes catalán.

Por lo visto,  su avión, que tenía pinta de haber servido al ejército británico durante la contienda de la I Guerra Mundial, vibraba demasiado haciendo que los pasajeros recrearan en sus acongojadas mentes las escenas que inician la exitosa serie de Lost. Hasta ahí todo normal o casi. El verdadero problema surgió cuando unas corrientes de aire envistieron al avión agitándolo como si se encontrara en las manos de King Kong.

Ante la violencia de las turbulencias se encendieron las luces de “abróchense los cinturones” y aunque no sé si fue así o no me apetece dar más dramatismo a la escena y afirmo que también se abrieron los compartimentos de las mascarillas de oxígeno cuya función no llego a entender completamente. El caso es que el piloto de la nave, para evitar el caos, anunció por megafonía que el avión estaba atravesando unas corrientes de aire pero que no pasaba nada de nada. Todo era normal.

Sin embargo al fondo del avión una mente atormentada y aprensiva creía que el bálsamo lingüístico que acababan de oír sus orejas era una falacia y que en realidad todo el avión se estaba yendo al carajo. La mujer en cuestión experimentó un acelerón de ansiedad que la impulsó a levantarse del asiento y gritar a los cuatro vientos: ¡Nos vamos a matar, vamos a morir!

Lógicamente cundió el pánico y las azafatas no dieron abasto para templar los nervios de los aterrados viajeros. Al menos de algunos porque seguramente Albert se estaría partiendo el pecho con la escena esperpéntica que acabo de narrar. Yo sin embargo seguramente me hubiera unido al rebaño de miedosos viajeros necesitados de balsámicas palabras de calma y bienestar. Lo sé.

David Nogales

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