Noche de suerte en Arnuero

25 agosto, 2010

Habíamos caminado mucho más de lo recomendable. Comparado con nuestras andanzas, el Tom Hanks de Forrest Gump parecía un triste amateur que había salido a dar un paseo por el jardín de su casa. Con la lengua limando la superficie del suelo, llegamos a un remoto pueblo cántabro llamado Arnuero. Habíamos dejado atrás un impresionante paisaje dominado por el color verde de la vegetación y nos encontrábamos frente a las primeras edificaciones de la localidad.

El sol parecía tener prisa por abandonar su puesto de luminoso vigía y en pocos minutos la tarde comenzó a dejar paso a la noche. Como en otras muchas ocasiones no habíamos reservado alojamiento para pasar la noche pero no nos importaba demasiado. En esa ocasión habíamos pensado dormir contemplando las estrellas en algún rincón discreto de Arnuero.

No tardamos mucho en localizar lo que iba a ser nuestro hotel rural al aire libre: un magnífico hueco porticado a la entrada del centro de salud del pueblo. Cansados como estábamos decidimos ir preparando los bártulos para dormirnos cuanto antes. Sin embargo, la noche tardaba demasiado en llenar de oscuridad el ambiente y nuestro escaso sentido de la vergüenza fue suficiente para que postergáramos la acampada un rato.

La mejor forma de hacer tiempo cuando se tiene calderilla en el bolsillo es refrescar el gaznate en algún bar. Andamos unos metros hasta una sencilla bodega. El lugar era perfecto. En el interior una numerosa familia charlaba mientras un precioso niño correteaba por el establecimiento. Nos sentamos en una mesa y pedimos un par de cervezas.

Mientras las degustábamos las rubias espumosas, recaímos en el pequeño alborotador que parecía dispuesto a no dejar títere con cabeza. Era un rubiales con una cara de pillo que arrancaba una pícara sonrisa con solo mirarlo. Con esa capacidad que tienen los niños para llamar la atención, pronto se convirtió en nuestro entretenimiento.

Decía mi abuela que los perros y los niños van donde hay cariño. Cuánta sabiduría escondía tras sus arrugas. En cuanto el pequeño vio que era el centro de nuestras miradas perdió la vergüenza y dio salida a su curiosidad. Se acercó a nosotros observándonos con detalle, tanto, que llegó a intimidarme con sus pequeños ojitos.

Los padres debieron pensar que su hijo nos estaba molestando porque en tono severo le reprendieron para que nos dejase en paz. Por educación, repliqué a la madre con amabilidad que en realidad el pequeño no molestaba, al revés, nos parecía muy simpático.  Ese leve intercambio de palabras fue suficiente para iniciar una conversación con aquella familia.

Como es tradicional, comenzaron preguntándonos nuestra procedencia. Les contamos nuestras andanzas por las tierras más septentrionales de España y nuestra idea de llegar andando hasta Santander. Una cosa llevó a otra y finalmente acabamos charlando de trivialidades lo suficientemente divertidas como para perder la noción del tiempo. La oscuridad había caído ya sobre Arnuero y era el momento propicio para marcharnos hasta nuestra habitación al aire libre.

Nos despedimos del grupo, y cuando nos disponíamos a marcharnos, la madre del pequeño con cara de sorpresa nos preguntó dónde íbamos a pasar la noche. Le contamos nuestra idea de dormir al raso a las puertas del centro de salud. Se hizo el silencio. Después un reproche amable. Un cuchicheo en grupo y finalmente, nos invitaron a pasar la noche en una caseta del camping del pueblo, que por casualidades de la vida, era de su propiedad.

¿Quién podría resistirse a semejante oferta? Sin casi pensarlo aceptamos la invitación agradeciendo el ofrecimiento. Diplomáticamente decidimos invitarles a una ronda pero no aceptaron, al revés, insistieron en que aceptásemos su invitación a un trago. La calidez de aquella familia me sorprendió mucho.

Dio tiempo a tomar un par de rondas más antes de que se disolviese la comitiva y nos condujesen a nuestra auténtica habitación. La caseta era perfecta para pasar la noche, solo se usaba como trastero y estaba prácticamente vacía. Extendimos los sacos y las esterillas, y antes de dormir, dimos gracias a esa suerte providencial que nos acompañaba en todo momento y que se preocupaba por nuestro bienestar.

David Nogales

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